viernes, 26 de febrero de 2010

La mudanza

El viernes obviamente tuve que ir a trabajar y de regreso, en lugar de ponerme a empacar, ni me acuerdo qué hice. Un consejo realmente valioso: empaquen con tiempo, por favor, háganlo.

El fin de semana anterior al matrimonio, era el indicado para hacer el traslado de mis cosas, de la casa de mi mamá a nuestra nueva casa. Y hablo sólo de mis cosas, porque las de mi novio habían cabido en unos cuantos viajes en el coche de su mamá. El sábado 6 era el día programado para la mudanza, si es que queríamos irnos al departamento justo después del evento. La parte relativamente sencilla fueron mis libros, si bien fueron ocho cajas de buen tamaño llenas, los descartados ya estaban ubicados y sí había empezado desde antes. Pero no sólo había libros en mi cuarto: ropa y cosillas. Y cuando digo cosillas ni yo misma sé a qué me refiero. Adornos, recuerdos de cuanta cosa y fotocopias, millones de fotocopias. De la licenciatura, de la maestría, de cursos, libros completos, capítulos, hojas sueltas, ejercicios de gramática, actividades para las clases, tareas (mías y de mis estudiantes), kilos de papel. La gran mayoría se fue sin escalas al reciclaje y obtuve como treinta pesos (después de tres viajes a la recicladora). Pero quedaron muchas todavía, libros que no sé si algún día voy a volver a leer, que no sé qué hacer con ellos porque ahora son como de otra vida. Es decir, de una vida que ya viví, que ya no es parte del futuro, nada más está ahí como testimonio de lo que pude hacer, de lo que en un momento me gustó. Y precisamente ése es el mayor de mis problemas: esos testimonios. Así que de lo que no me pude deshacer en el momento, se juntaron otras cuatro cajas. Incauta, cuando fui a preguntar por el flete y les dije que eran sólo seis cajas de libros. Ajá.

La ropa es tema aparte. Como ya tenía el tiempo encima, sólo tomé bolsas negras (de ésas enormes, para la basura) y la eché ahí, sin ton ni son. Error. Gran error. Estuvieron varios días en el cuarto número dos esperándome para que las fuera a abrir. Cuando me decidí, fue difícil decidir qué iba a desechar. Se quedó otros días la ropa en montones, nada más. Finalmente me pareció que la mejor manera para decidir era considerar el espacio del que disponía y nada más. Una porción del clóset del cuarto número 1 y otra porción del cuarto número dos. Dos cajones y un mueblecillo que compramos, con tres cajones. No más. Debía reducir mi ropa a eso. Y creo que lo logré, aunque sé en el fondo de mi corazón que una porción debería irse, pero tampoco tuve corazón para hacerlo, ya lo haré algún día.

Y para terminar, mi colección de Igores. Un recipiente grande de plástico, dos bolsas y una caja. Tal vez demasiados. Y tampoco sé qué hacer con ellos.

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