martes, 12 de febrero de 2013

Un año ya

La madrugada del 12 de febrero de 2011 mi marido se despertó con un dolor que le habían diagnosticado durante meses y meses como gastritis. Nos fuimos a urgencias a la clínica 3 del IMSS y le dijeron lo mismo. Le dieron una pastilla y no se le quitó el dolor. Le pusieron una inyección y no se le quitó el dolor. Lo mandaron al "segundo nivel" y nos fuimos a la clínica 110. Finalmente a alguien con dos dedos de frente se le ocurrió que no era gastritis, sino otro cosa, quizá la vesícula. Más inyecciones y finalmente un análisis y un examen para verle los interiores. En efecto, estaba hinchada, llena de piedritas. Había dos opciones: darle medicamento y mandarlo a la casa, firmando un papelito donde decía que él había decidido irse o cirugía. Obviamente era la segunda opción, en el estado en el que se encontraba su vesícula no había cómo aguantarla, podía reventarle y causar muchas complicaciones. ¿Si lo hubieran diagnosticado correctamente la primera vez que fuimos a emergencias se habría evitado la cirugía? No lo sé y prefiero no pensarlo porque me dan ganas de ir a patear a los pseudo médicos que mal lo atendieron tantas veces, incluida la médica familiar. Más análisis, pasarlo a preparación, la llamada a su mamá. Mi corazón se iba estrujando a cada instante. Nos dijeron que el cirujano tenía programadas muchas operaciones, que no sabían a qué hora lo atenderían. Eran las 12 del día, habíamos salido de la casa a las 4 de la mañana. Después de un rato corto llegó una enfermera a decirme que ya se había acabado la hora de visitas, me agobié más todavía: ¿cómo me iba a ir sin saber a qué horas lo iban a pasar? Afortunadamente llegó un enfermero a decirnos que ya lo iba a pasar al quirófano y no tuve que irme. Lo pasaron de la cama a una silla de ruedas, salimos de la sala y recorrimos pasillos y más pasillos rumbo al quirófano. No me despegaba para que no me fueran a sacar, llegamos a la entrada del quirófano y así sí ya me tuve que despedir. Verlo ahí sentado, con su bata de hospital, con cara de desmañanado y sin saber qué iba a pasar: mi corazón se me apachurró todavía más. No me acuerdo qué le dije, nada más me acuerdo de verlo entrar. Salí y me quedé sin saber qué hacer. De rato le marqué a mi mamá y le pedí que fuera. Salí a recibirla y al regresar nos dijeron que la cirugía tardaba 4 horas. Nos fuimos a la casa por cosas para quedarme a pasar la noche con él. Traté de comunicarme con mi suegra y no lo logré. Cuando regresamos al hospital ya estaba ahí y estuvimos dos horas esperando hasta que salió y lo pasaron a una cama en el piso 6. Afortunadamente nadie estaba al pendiente y pudimos pasarnos las tres. Resultó que mi suegra conocía a una de las enfermeras y le dijo que todo había salido bien. Lo vi salir del elevador, en la camilla, medio dormido todavía y mi corazón se desapachurró de la preocupación pero se me apachurró de los nervios: nunca lo había visto tan indefenso y saber que no podía hacer mucho para ayudarlo, me agobió mucho. Pasé esa tarde y esa noche junto a él, tratando de ayudarle, viendo las molestias que sentía, estando al pendiente de que le cambiaran las gasas, de que le dieran los medicamentos, de todo y nada realmente. Mi corazón siguió apachurrado muchos días y todavía a veces se me apachurra cuando le veo la cicatriz (enorme por cierto, super salvaje el cirujano). Afortunadamente se recuperó rápido, afortunadamente no se le reventó la vesícula, afortunadamente encontramos un (uno solo) médico con algo más de perspectiva, pero, ¿y los meses de molestias por un mal diagnóstico? No se pueden borrar, no se pueden eliminar y eso me sigue pesando y mucho. Estoy feliz de tenerlo junto a mí, de que todo vaya mejor, pero a veces, sólo a veces, me angustia que vuelva a pasar.

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